El Podcast
¡Lo que necesitas escuchar para no perder #ElEspañolQueYaSabes!
Cada semana te presento una pequeña lectura adaptada o MUY adaptada de un clásico de la Literatura Española.
Después hay 3 preguntas de comprensión y a continuación las respuestas. Estas preguntas son progresivas: seguro que puedes responder a la 1, y depende de tu nivel, también a la 2 o a la 3.
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Episodios anteriores
La vida es sueño. Pedro Calderón de la Barca, 1635.
Jornada II, monólogo de Segismundo.
¿Qué es la vida? Un frenesí (es decir, algo loco)
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
(…)
Sueña el rico en su riqueza,
que más problemas le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a mejorar empieza,
sueña el que trabaja e intenta,
sueña el que molesta y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí
en esta prisión cargado,
y soñé que en otro estado
más positivo me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
La Tribuna. Emilia Pardo Bazán, 1883.
En el pueblo, a la entrada de la fábrica, había una colina conocida con el nombre de la Mota. Allí solían reunirse, a la hora en que la fábrica cerraba, las mujeres del pueblo, para mirar pasar a los hombres, escuchar algún que otro comentario y, sobre todo, charlar y reír a carcajadas.
A lo lejos, se escuchaba el sonido rítmico de las máquinas, ese eco constante que acompañaba la vida de todos en el pueblo, como el latido del lugar. Las cigarreras, con sus pañuelos de colores a la cabeza, formaban un grupo ruidoso, donde las bromas y los rumores corrían de boca en boca. Cada tarde, la Mota se convertía en un pequeño teatro, con las mujeres como protagonistas y el paisaje como telón de fondo.
Entre todas las voces, resonaba una, fresca y vibrante, que destacaba sobre la multitud. Era la de Amparo, joven cigarrera de veintidós años, cuyos ojos grandes y negros y su piel pálida y fina tenían un encanto que la hacía distinta de las demás. Su risa franca y su carácter resuelto habían ganado para ella el apodo de la Tribuna, porque, con sus palabras ingeniosas, sabía captar la atención de quienes la escuchaban, ya fueran hombres o mujeres.
Amparo, sentada en La colina, observaba con aire despreocupado a los obreros, mientras su mente corría con pensamientos que iban más allá de lo cotidiano. En su corazón había un deseo de algo más, algo que no podía nombrar, pero que sentía en cada fibra de su ser. Quizá era la justicia, quizá la libertad, o quizá simplemente un deseo de vivir intensamente. (…)
—¡Amparo, di algo! —gritó una compañera desde el grupo.
Ella sonrió y, con ese aire suyo deconfianza y desafío, se levantó despacio.
—¿Qué queréis que diga? ¡Si ya sabéis que las palabras no sirven de mucho! Lo que necesitamos son hechos, amigas, hechos.
Las mujeres rieron, aunque en sus caras se podía leer algo más que diversión: respeto. Amparo no sólo era buena con las palabras; también sabía poner en ellas un valor que hacía que los demás la escucharan con atención.
El sol comenzaba a desaparecer. La Mota, con su aire despreocupado y festivo, era también un espacio donde, de alguna manera, los sueños y las ideas nuevas empezaban a encontrar su lugar.
Niebla. Miguel de Unamuno, 1914.
Augusto, caminando por la ciudad una tarde de otoño, miraba el cielo cubierto de nubes grises. Las calles estaban mojadas por la lluvia reciente, y un aire fresco acariciaba su cara. Pensaba en su vida, en su soledad, y en las preguntas que lo acompañaban cada día: ¿Quién soy? ¿Por qué existo? ¿Qué sentido tiene todo esto?
Mientras paseaba, se paró frente a una casa con un pequeño balcón lleno de flores. Allí vio a una joven que regaba las plantas. Su figura le pareció elegante, y algo en su manera de moverse llamó su atención. “Debe de ser una mujer especial”, pensó. Y aunque no la conocía, sintió el impulso de hablar con ella.
“Buenas tardes, señorita,” dijo con una sonrisa tímida. Ella levantó la mirada, sorprendida, y le respondió con amabilidad: “Buenas tardes, señor. ¿Puedo ayudarle en algo?” Augusto, nervioso, no supo qué decir al principio. Pero después se atrevió: “No, no necesita ayudarme… solo quería felicitarla por su hermoso balcón. Es raro ver algo tan bonito en esta ciudad.”
La joven sonrió. “Gracias, me llamo Eugenia. Las flores son mi pequeña alegría diaria.” Augusto, encantado por su respuesta, sintió que su soledad desaparecía por un momento.
Más tarde, mientras volvía a casa, no podía dejar de pensar en Eugenia. Se preguntaba si ese encuentro había sido casual o si estaba escrito en algún lugar misterioso del universo. “¿Será ella la respuesta a mis preguntas? ¿O simplemente otra nube en mi cielo de dudas?”, pensó.
Don Juan Tenorio (Acto IV). José Zorrila, 1844.
Doña Inés:
Don Juan, de mí no te rías,
que este amor que hoy te confieso,
es un amor tan inmenso
que olvida el mundo y mi honor.
No quiero riquezas, nombres,
ni tronos ni majestad,
pues mi gloria y mi bondad
están sólo en tu amor.
Eres mi vida, Don Juan,
mi esperanza y mi consuelo;
si me faltas, ¡ay! me muero,
y si vives, viviré.
Si al fin el cielo dispone
que tú seas mi destino,
te seguiré hasta el camino
que mi suerte me marqué.
Don Juan:
¡Doña Inés, ángel divino!
No me hables con tanto ardor,
que no merece este amor
un alma indigna como yo.
Soy un hombre sin conciencia,
sin fe, sin ley, sin razón;
un abismo es mi pasión,
y mi vida una tormenta.
Mas si tu amor me levanta
de este pozo en que estoy,
¡por ti, Doña Inés, doy
en el alma con un nuevo ardor!
Yo que viví en la impiedad
y en el placer sin conciencia,
hoy en tu luz, tu presencia,
he encontrado fe, Dios, y amor.
Doña Inés:
Don Juan, ya no me abandones;
toma mi vida, mi ser,
que sin ti no quiero ver
la luz del sol ni la luna.
Si te apartas de mi lado,
si me dejas en tristeza,
mi corazón, en flaqueza,
se romperá de amargura.
Don Juan:
¡Oh, Doña Inés, es mi suerte
tan negra como mi alma!
Mas si tú me das la calma,
¡haré por ti un cielo aquí!
Dame tu mano, ángel santo,
júrame eterna pasión.
¡Yo, que no creí en amor,
hoy mi mundo pongo en ti!
La voz a ti debida. Pedro Salinas, 1933.
Para siempre
¿Qué es para siempre?
Dices mientras clavas
en mi pupila
tu pupila azul.
¿Qué es para siempre?
Y cómo explicártelo.
Es mucho más allá,
más allá de las manos,
del aliento,
de los ojos y el tiempo.
Es no verte jamás
y verte siempre.
Es vivir en tu ausencia
como en la casa donde
los muebles y los cuadros
son recuerdos de ti
que no se mueven.
Es que tú estés tan dentro
de mi vida que todo,
incluso tú, me falte.
Eso es para siempre.
Fortunata y Jacinta. Benito Pérez Galdós, 1887.
Fortunata era una mujer hecha para llamar la atención, no tanto por su belleza, que era simple y desordenada, sino por esa energía que proyectaba su persona. No era alta, pero tenía una postura que parecía alzarla sobre las demás. Sus ojos, negros y vivos, no eran solo ventanas de su alma, sino armas con las que parecía querer cruzar a quien la mirara demasiado fijamente.
Cuando caminaba por las calles de Madrid, lo hacía con un paso decidido, casi desafiante. Se movía como si la ciudad entera fuera su territorio. Los tenderos, los aguadores, los vendedores de la cslle, todos la conocían y le dedicaban algún saludo, con respeto o con un poquito de miedo. Fortunata, por su parte, respondía con una gran sonrisa o con un gesto antipático, según quisiera.
No era una mujer de medias tintas; amaba con pasión y odiaba con furia. Su corazón, aunque generoso, no sabía de límites. Cuando se daba a alguien, lo hacía con toda su alma, pero cuando se sentía traicionada, no había fuerza en el mundo que pudiera contener su ira. Sin embargo, había algo en ella que atraía incluso a quienes deberían tenerle miedo. Su honestidad brutal, su manera de enfrentarse al mundo sin nada falso, resultaba cautivadora.
La vida no había sido fácil para Fortunata. Había conocido la pobreza, el rechazo y la soledad, pero de cada caída había salido con más fuerza. No se lamentaba de su suerte; la aceptaba y luchaba con uñas y dientes por cambiarla. “La vida es una pelea constante”, solía decir, “y yo no pienso perder”.
La relación de Fortunata con Jacinta, aunque marcada por los celos y el conflicto, era también el reflejo de dos mundos enfrentados. Jacinta representaba la calma, la serenidad, el orden burgués; Fortunata, en cambio, era el caos, la pasión desbordada, la fuerza del pueblo. Cada vez que sus caminos se cruzaban, parecía que todo Madrid se detenía para presenciar el choque de esas dos fuerzas tan distintas y, al mismo tiempo, tan humanas.
Fortunata, con su carácter indomable y su espíritu libre, era el alma de un Madrid que no se rendía, un Madrid que luchaba por sobrevivir y que encontraba en figuras como ella su representación más pura y más auténtica.
Cartas Marruecas. José Cadalso, 1789.
“Amigo Nuño, a menudo reflexiono sobre el estado en que se encuentra tu nación, España, y no puedo evitar compararla con otras tierras que he conocido o sobre las que he leído. Me parece que en este país, como en tantos otros, hay un continuo conflicto entre lo antiguo y lo moderno, entre las costumbres heredadas y las innovaciones que el tiempo y el contacto con otras culturas traen consigo.
En las ciudades principales, veo hombres que se consideran ilustrados porque imitan las costumbres de otros países, desde la ropa hasta las maneras de hablar. Pero en muchas ocasiones, esta imitación no es más que una máscara, una moda temporal que no transforma el espíritu ni mejora la condición de quien la toma.
Por otro lado, encuentro a aquellos que rechazan cualquier cambio y defienden las tradiciones como si fueran leyes que no cambian. Estos hombres, aunque llenos de amor por su patria, son incapaces de reconocer que el mundo avanza y que, para prosperar, es necesario aprender de otros pueblos sin renunciar a lo que nos hace únicos.
El equilibrio, amigo mío, parece ser la solución más difícil de alcanzar. Hay que conservar lo que es bueno y útil de las costumbres antiguas, pero también hay que aceptar aquello que las nuevas ideas y descubrimientos pueden aportar. Un pueblo que no cambia está condenado a la decadencia, pero uno que abandona sus raíces se convierte en un imitador sin alma.
Entre los jóvenes de España, observo a menudo un exceso de entusiasmo por lo extranjero. Hablan con admiración de países que no conocen y critican con dureza las costumbres de su propia tierra. Este tipo de pensamiento, aunque nacido de un deseo de progreso, me parece peligroso, pues lleva al desprecio de lo propio y al olvido de lo que realmente constituye la esencia de un pueblo.
Por otro lado, los viejos, con frecuencia, miran con sospecha cualquier cambio, como si cada novedad fuera una amenaza para su manera de entender el mundo. Ellos no ven que lo que ahora defienden con tanta pasión también fue, en su tiempo, una innovación que provocó rechazo en las generaciones anteriores.
Así, España parece debatirse entre dos extremos: el de los que quieren cambiarlo todo, olvidando su pasado, y el de los que no quieren cambiar nada, teniendo miedo del futuro. En mi opinión, la verdadera sabiduría está en saber elegir. No se debe aceptar todo lo nuevo ni conservar todo lo viejo, sino analizar con cuidado lo que merece ser adoptado y lo que debe ser preservado.
Espero que estas observaciones te sirvan, amigo Nuño, para comprender mejor los retos de tu nación. Al final, lo que hará grande a un pueblo no será su capacidad de imitar a otros, sino su habilidad para adaptarse sin perder su identidad.”
Cantar de Mío Cid. Anónimo, 1140-1245.
Lo invitarían con gusto, pero ninguno osaba;
Rodrigo Díaz, el Cid, se marchó de su tierra,
Dejaba en su casa a su mujer y dos hijas queridas.
Cruzaba las tierras de Burgos, camino de su destierro.
Nadie se atrevía a ofrecerle ayuda,
Pues el rey Alfonso había mandado en su carta cerrada:
“Quien reciba al Cid en su casa, perderá lo suyo,
además de los ojos de la cara y el alma.”
Los hombres del Cid, con gran tristeza, cabalgan sin descanso,
Y aunque estaban cansados, no paraban de caminar.
Al llegar a Burgos, mujeres y hombres lo miraban,
y escondían sus lágrimas, pues no podían ayudarlo.
El Cid vio que las puertas estaban cerradas,
las ventanas con candados, y nadie salía a saludarlo.
Lleno de amargura, salió al mercado,
donde tan solo una niña de nueve años se acercó.
“¡Cid Campeador, que en buena hora cogiste la espada!
El rey ha prohibido que nadie te ofrezca refugio.
Tenemos que obedecerlo, aunque nos pesa en el alma.
Vayas donde vayas, ojalá Dios te guarde.”
El Cid, al escuchar estas palabras,
suspiró profundamente y agradeció a la niña.
“Gracias, niña, por tu bondad y tu verdad.
Sea lo que Dios quiera, yo cumpliré mi destino.”
Así, con sus hombres, dejó la ciudad de Burgos.
Cabalgaba el Cid con sus amigos leales,
aunque el corazón de todos estaba lleno de pena.
Dejaron atrás los campos de Castilla,
buscando un lugar donde pudieran descansar.
Los intereses creados. Jacinto Benavente, 1907.
Crispín: Querido Leandro, recuerda siempre esto: en la vida, lo importante no es ser honrado, sino parecerlo. ¿No ves cómo se mueven los hilos de este mundo? La gente confía en las apariencias, y nosotros debemos usar eso. Nos creen porque aparentamos ser algo que no somos.
Leandro: Pero Crispín, ¿no te parece injusto? Engañar a los demás no está bien…
Crispín: ¡Ah, Leandro, amigo mío! ¡Qué poco entiendes! La vida es un teatro, y nosotros somos actores. Cada uno lleva una máscara. ¿Por qué deberíamos ser diferentes? Los poderosos se disfrazan de humildes, y los pobres se disfrazan de ricos. Nosotros tenemos nuestro papel en este teatro. ¡Lo que importa es el éxito! Y te aseguro que con talento y astucia, tendremos lo que queremos.
Leandro: Y, dime, Crispín, ¿qué es lo que queremos?
Crispín: ¡Queremos que nos respeten, que nos teman, Leandro! Pero, sobre todo, queremos que nos paguen. Porque, Leandro, el dinero abre todas las puertas. Y no vamos a dejar que nadie nos pare en nuestro camino. Solo debemos ser cuidadosos y mantener la ilusión. La gente quiere creer en lo que ve, y nosotros les daremos lo que desean.
Leandro: Me haces pensar, Crispín. No estoy seguro de si es correcto, pero tienes razón en una cosa: todos llevamos una máscara. Quizá es hora de ponerme la mía.
Crispín: ¡Esa es la actitud, Leandro! Mira, solo necesitas confianza y un buen disfraz. Yo haré todo lo demás, amigo. No hay puertas cerradas para quienes saben cómo entrar. Tú solo confía en mí.
Platero y yo. Juan Ramón Jiménez, 1914.
Platero es un burro pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera que parece todo de algodón, que no tiene huesos. Solo los espejos de azabache de sus ojos son duros como escarabajos de cristal negro (es decir: sus ojos son como de cristal negro y brillan mucho).
Lo dejo suelto, y se va al prado, y toca suavemente con su hocico (su nariz) las florecitas rosas, azules y amarillas… lo llamo dulcemente; ¿Platero? Y viene hacia mí trotando alegre como riendo…
Come todo lo que le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas dulces y los higos morados, que parece que tienen una gotita de miel… es tierno y mimoso (es decir, suave y cariñoso), igual que un niño, que una niña…; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra. Cuando paseo sobre él, los domingos, por el pueblo, los hombres del campo lo miran y dicen: tien ´asero, tiene acero (es decir, es fuerte…). Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha. Miguel de Cervantes, 1605.
En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía hace mucho tiempo un hombre noble llamado Alonso Quijano. Tenía alrededor de 50 años, era alto y delgado, y su gran pasión era leer libros de caballerías. Leía tanto que empezó a confundir la realidad con la fantasía, imaginándose como un valiente caballero que debía defender el honor y la justicia.
Un día, decidió que ya no quería ser Alonso Quijano, sino Don Quijote de la Mancha, un caballero andante. Se puso una vieja armadura de sus antepasados, tomó una lanza y un escudo y, montado en su caballo, al que llamó Rocinante, salió al campo en busca de aventuras.
Su sueño era hacer el bien, ayudar a los pobres y luchar contra gigantes y malhechores. A pesar de las advertencias de sus vecinos y amigos, Don Quijote estaba decidido a vivir su vida como en los libros que tanto amaba.
Pero todo caballero necesita una dama a quien dedicarle sus victorias, así que pensó en una mujer que vivía en un pueblo cercano, a quien él idealizaba como su gran amor. La llamó Dulcinea del Toboso, aunque ella no sabía nada de esto.
Una mañana temprano, Don Quijote, armado y montado en Rocinante, salió de su casa sin avisar a nadie. Empezó su viaje buscando aventuras, con la firme intención de demostrar su valentía y su justicia al mundo. Poco después de salir, encontró unos molinos de viento en el campo. Para él, no eran molinos; él creía que eran gigantes. Así, decidió atacarlos, convencido de que era su deber como caballero acabar con esos “malvados gigantes”.
Desenfundó su lanza y cargó contra el molino más cercano. En ese momento, una de las aspas del molino giró con el viento y lo derribó al suelo. Don Quijote se levantó dolorido, pero sin desanimarse. Para él, aquello había sido una batalla heroica, y así continuó su camino, buscando nuevas aventuras…
El sí de las niñas. Leandro Fernández de Moratín, 1806.
Escena entre Don Diego y Doña Paquita:
Don Diego: “Paquita, la vida no debe ser solo un camino de sacrificios. Te miro y veo a una mujer llena de sueños y esperanzas, y no puedo aceptar que te conformes con un destino que no elegiste.”
Doña Paquita: “Es cierto, Don Diego, que tengo mis sueños, pero también hay obligaciones. Mi padre ha dedicado su vida a educarme, y ahora espera que cumpla con sus deseos. No puedo desobedecerlo sin sentir culpa.”
Don Diego: “Pero, Paquita, ¿el amor no merece luchar por él? Imagina un futuro donde ambos compartamos nuestras aspiraciones, donde no haya imposiciones ni ataduras. Quiero que seas feliz, y creo que juntos podríamos construir un hogar basado en el respeto mutuo.”
Doña Paquita: “Esa visión es encantadora, Don Diego, pero la realidad es más complicada. Don Carlos es un hombre decente y, aunque no lo ame, hay expectativas a cumplir. A veces me pregunto si es egoísta desear lo que quiero.”
Don Diego: “No es egoísmo, Paquita. Es una necesidad. Cada uno de nosotros merece la oportunidad de vivir con plenitud. Tu corazón tiene derecho a elegir, a amar de verdad. Y yo estoy aquí, dispuesto a apoyarte en tu decisión.”
Doña Paquita: “Aprecio mucho su apoyo, don diego, pero la presión es intensa. Si me opongo a mi padre, puedo perder su amor. Siento que estoy en una encrucijada, atrapada entre dos mundos.”
Don Diego: “Es comprensible, Paquita. Pero recuerda que la verdadera felicidad no proviene de cumplir con las expectativas ajenas. Piensa en cómo te vas a sentir si eliges el camino que te hace brillar, sin miedo ni remordimientos. La vida es demasiado valiosa para dejarla en manos de otros.”
Doña Paquita: “A veces creo que usted es el único que me entiende, don diego. Sus palabras son un consuelo. Si solo pudiera tener el valor de seguir mi corazón.”
Don Diego: “El valor está en ti, Paquita. No te dejes llevar por lo que se espera de ti. Al final del día, solo tú puedes decidir lo que es mejor para tu vida. Estoy dispuesto a acompañarte en ese viaje, si decides dar el paso.”
Vuelva usted mañana. Mariano José de Larra, 1833.
– Mire, -le dije- Monsieur Sans-dèlai, -que así se llamaba- usted viene decidido a pasar 15 días y a resolver en ellos sus asuntos.
– Ciertamente, -me contestó- 15 días y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia, por la tarde, revuelve sus libros, busca a mis ascendientes y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que él me dé, legalizadas en debida forma. Al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones en que pienso invertir mi dinero, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones, sean buenas o malas, y admitidas o rechazadas en el acto. Y son cinco días. En el 6º, 7º y 8º veo lo que hay que ver en Madrid. Descanso el 9º. El 10º compro mi billete de vuelta si no me conviene estar más tiempo aquí. Y me vuelvo a mi casa. Aún me sobran, de los 15, cinco días.
Al llegar aquí monsieur Sans-dèlai, traté de contener una carcajada que me contenía desde hacía ya rato en el cuerpo. Y si mi educación logró contenerla, no fue suficiente para impedir que asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me ponían en la cara a mi pesar.
– Permítame, Monsieur Sans-dèlainbhu, -le dije entre burlón y formal- permítame que le invite a comer para el día en que lleve 15 meses de estancia en Madrid.
– ¿Cómo?
– Sí, dentro de 15 meses está aquí todavía. Sepa que no está en su país activo y trabajador.
– ¡Oh! Los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal siempre de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.
– No, le aseguro que en los 15 días con que cuenta, no habrá podido hablar si quiera con una sola de las personas cuya cooperación necesita.
– ¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.
– Y todos le comunicarán su inercia.
Amaneció al día siguiente y salimos los dos a buscar un genealogista. Lo cual solo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido. Lo encontramos por fin. Llegó el señor aturdido de ver nuestra prisa, y declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo. Se le insistió y como favor nos dijo definitivamente que pasáramos por allí dentro de unos días. Yo sonreí y nos marchamos. Pasaron tres días, fuimos.
– Vuelva usted mañana, -nos respondió la criada- porque el señor no se ha levantado todavía.
– Vuelva usted mañana, -nos dijo al día siguiente- porque el señor acaba de salir.
– Vuelva usted mañana, -nos respondió al otro -porque el señor está durmiendo la siesta.
– Vuelva usted mañana, -nos respondió el lunes siguiente- porque hoy ha ido a los toros.
– Oh, qué día, a qué horas se ve a un español.
Lo vimos por fin, y “vuelva usted mañana”, nos dijo, “porque se me ha olvidado”.